24 de diciembre de 2012

24 | El noi de la mare


El otro día asistí en Salamanca a un concierto de una coral magnífica (Annuba) en la que canta un amigo mío. Para los que me conocen bien es sabida mi afición por los villancicos, sean de donde sean, más de los villancicos o de las canciones de Navidad (que no es lo mismo).

Al grano: este coro ofreció una de las mejores interpretaciones que he oído del villancico El noi de la mare (el chico, el muchacho, de la madre).

Las canciones son bellas por lo que transmiten y por cómo lo transmiten. El cómo, en este caso, es una sencilla nana, que repite su melodía. Es en catalán, claro, pero eso no importa, no creo en diferencias absurdas ni falsos enfrentamientos. El catalán es un idioma bello, y nada más. No es un arma. Es un signo de un pueblo (como todas las lenguas).

Es el qué transmite lo que quería comentar.

¿Qué le daremos al chico de la madre?
¿Qué le daremos que le sepa bueno?
Pasas e higos y nueces y aceitunas;
pasas e higos y miel y requesón.

Una de las personas que cantaban esa tarde salió a presentar el villancico y nos recordaba que lo importante de lo que se cantaba allí era que, en realidad, no había ningún tesoro que el narrador pueda dar al niño. Le entrega de lo que tiene, de los productos de la tierra, de lo que come. En este caso, pasas, higos, nueces, aceitunas, miel y requesón. Ningún oropel, nada de valor… Esta historia se repite en la mitología navideña: los pastores acuden al portal con lo que llevan en el zurrón, el tamborilero del villancico solo puede ofrecer el toque del tambor. Lo repetimos mil veces en mil canciones y gestos y no nos damos cuenta del alcance.

Esta semana última del Adviento hemos compartido en mi parroquia la experiencia de la Operación Kilo de recogida de alimentos para Cáritas. La primera tarde, mientras estábamos sentados, ocurrieron dos donaciones de otras muchas que llamaron mi atención.
La primera, unos niños. Pasaron un rato de la tarde asomados a la ventana de su casa, saludando a los que estábamos en la mesa de recogida, gritando. Haciendo el tonto, vaya. Haciendo su papel de niños.
Al rato bajaron dos de ellos, llevando en una bolsa de congelar un paquete de arroz para donarlo. “Sus cinco panes te dio para ayudarte / los dos hicisteis que ya no hubiera hambre”.
El segundo caso, una madre de familia que bajó de su coche y nos dio una bolsa recién comprada llena de más de 30 kilos de alimentos y productos…
Dos donaciones, pequeña y grande en tamaño y gigantes ambas en el corazón. Cada uno de lo que tiene.

Me uno a la invitación que nos hacían hace pocos días en la Pastoral Juvenil: que nadie nos robe la Navidad.
Que no nos roben la Navidad ni la prima de riesgo, ni los políticos, ni la UE, ni los recortes, ni los anuncios de colonias o los del Corte Inglés, las luces o la obligación de regalar o de comprar marisco.

La Navidad es de lo pequeños de la Tierra, de todos los que creen que haciéndose pequeños, tendiendo puentes y manos y dando abrazos y trabajando por los demás es como hacemos sitio a que Dios nazca en un portal.

La invitación de Dios aquella lejana noche fue a hacerse pequeños, niños pobres en un pesebre. Y a llevar al que lo necesitaba “panses y figues”, nueces, requesón, un paquete de arroz, o diez; un abrazo, una sonrisa, una mano tendida. Y una puerta abierta.

La Navidad es nuestra, tuya y mía, de todos y para todos. Cuando llegan tiempos en los que será delito hasta acoger a los que nos necesitan, que nadie nos robe la Navidad, que nadie nos haga creer que es esto o aquello, poner o quitar adornos, dejar de hablar de Jesús para aconfesionalizar la Navidad, ni robársela tampoco a los que la viven aunque no crean o les cueste creer...No hay que sonreír obligatoriamente, ni ser amables solo durante doce días, ni amar más por ser Navidad, ni decir ho-ho-ho, nada de eso es obligatorio…

Hacer de nuestro corazón un pesebre y de nuestra vida una nana…

Feliz Navidad.

Juan.

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