Esta vida sucesión de encuentros de la que estamos hablando este año se va
construyendo a través de momentos compartidos con mucha gente. Y a lo largo de
esta mañana y esta tarde mi mente (y un trocito de mi corazón también) me han
llevado sistemáticamente a una tarde de agosto de hace casi dos años…
En Cuatro Vientos (a las afueras de Madrid) dicen que éramos más de dos
millones de personas los que asistíamos a la Vigilia de la JMJ con el Papa.
Inocentes nosotros, felices entre la tierra y las guitarras y los cantos, la
lluvia hizo acto de presencia. No fue una ligera lluvia de verano, no, fue una
tormenta de las que hacen época.
Benedicto, en el centro del escenario, fue conminado varias veces por
asistentes, clero regular y secular, obispos varios, algún cardenal y
cortesanos varios, a abandonar el escenario y resguardarse en las partes
privadas de las instalaciones.
Se quedó.
Sabe el buen Padre que no soy nada papista/obispero. Pero admiro a todos
los que tienen la vocación de Pastor, son llamados por Dios a ese ministerio y
lo cumplen. Benedicto XVI (que supuso para muchos una decepción en aquel abril
de 2005, porque era la vieja guardia) ha cumplido bajo la lluvia, ha cumplido
barriendo y limpiando lo que otros habían dejado pasar, ha pedido perdón por
los errores, ha acompañado a los jóvenes (aunque nunca fue de macro fiestas, no
es su estilo), ha vivido desde sus 80 y varios anclado a una realidad en la que
la Iglesia parece no tener hueco.
Y anclado a esa realidad, después de un pontificado con sus luces y sus
sombras (todos tenemos luces y sombras en nuestra vida), dice que se va, y que
se va porque su cuerpo no le deja estar a la altura de lo que este ministerio
exige. Anclado a la realidad, se retira para orar y para servir a la Iglesia
desde otros lares.
Queda un buen sabor de boca, de un profesor que tuvo mano firme (en
lo bueno y en lo malo) y que, para mí, es ese querido abuelo que aquella noche
se quedó con nosotros bajo la lluvia.
Gracias.
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